Solemnidad de Cristo Rey del Universo, 25 de Noviembre

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Lectura orante del Evangelio: Juan 18,33-37

“Jesús se ha hecho el Señor de la historia con la sola omnipotencia del amor” (Papa Francisco).

Pilato dijo a Jesús: ‘¿Eres tú el rey de los judíos?’ Pilato, un hombre escéptico acerca de lo que es la verdad, pregunta a Jesús si es rey de los judíos. Nosotros, que caminamos tras los pasos de Jesús y queremos aprender su manera de vivir tan distinta y sorprendente, nos preguntamos quién es el rey de nuestra vida, quién o qué ocupa el centro de nuestro corazón. Vueltos a Jesús, con la alegría de la fe, le decimos que queremos estar con él para vivir con él. Entramos en la oración para entrar en el reino, que es su presencia amorosa dentro de nosotros. Creemos en ti, Jesús. Tu reino da sentido a nuestra vida.

Jesús le contestó: ‘Mi reino no es de este mundo’. Orar es dejar nuestra mentalidad vieja e injusta y aceptar la lógica de la nueva creación de Jesús. El reino de Jesús no se impone desde fuera con la fuerza y el poder, con la injusticia y la mentira; se abre camino en el corazón y se hace presente dentro como un perfume de alegría y un destello de verdad sin fin. El trono del reino de Jesús es la cruz, expresión del amor gratuito hasta el extremo. De esa fuente recibimos misericordia los débiles, salud los enfermos, dignidad los excluidos, amor los perdidos. Jesús, tu Reino no es de este mundo, pero es de nuestro corazón. ¡Qué gozo tan grande vivir contigo!

‘Entonces, ¿tú eres rey?’ ¿Es posible que un pobre que prefiere a los pobres sea rey? ¿Es posible que un condenado a muerte sea libre? ¿Es posible que un despojado de todo siga teniendo y dando dignidad? ¿Es posible que, sin empuñar armas, solo con palabras y hechos de vida, se abra camino un reino de entrega y amor? Sí, es posible. Ningún poder puede apagar la voz de Jesús. Ningún escepticismo puede borrar su amor. Él es rey y amigo verdadero. Gracias, Señor, Rey de nuestras vidas. En la cruz muestras tu amor, tu grandeza. ¡Gloria a ti, Señor!  

‘Tú lo dices: soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad’. Jesús y nosotros, cara a cara. Verdad y mentira, frente a frente. El testigo de la verdad, digno de nuestra fe, convocándonos a vivir en la verdad que es amor, alentándonos a no engañar en las cosas de Dios. El reino de Jesús, como fuente de nuestra dignidad; su entrega crucificada, como sorprendente manifestación de la realeza del ser humano, de todo ser humano. Ven, Espíritu Santo, condúcenos a la verdad completa. ¡Qué gozoser testigos de la verdad!

‘Todo el que es de la verdad, escucha mi voz’. La oración es una escuela de verdad. Nos acercamos a Jesús. Nos espera en la cruz. Ahí está su gloria. Ahí nos crea y nos hace nuevos. De su pecho abierto recibimos gracia tras gracia. Lo miramos detenidamente, aprendiendo lo que es el amor. El Espíritu pone en sintonía nuestro deseo hondo de verdad con la verdad limpia de Jesús; así nuestro barro es vivificado. ¡Qué grandes son tus grandezas! Vamos contigo, Jesús.

Visita nuestra página www.cipecar.org – CIPE, noviembre 2018

Domingo 33 del Tiempo Ordinario, 18 de Noviembre

El evangelio de esta semana nos recuerda que en  nuestro mundo nada es eterno. No sabemos el día ni la hora en que Jesús llegará, pero debemos de vivir sabiendo que nuestra vida en la tierra tendrá un final.

Jesús nos recuerda esto no para que vivamos con miedo, sino para que estemos preparados como lo estuvo María cuando el ángel le anunció su papel de Madre.

Debemos de ver el día de su llegada como un día de alegría, pues Dios no nos ha creado para la tierra sino para el cielo. Por ello, tenemos que vivir llenos de esperanza, actuando en todo momento como verdaderos hijos de Dios, amando hasta el extremo, sin dejarnos llevar por las superficialidades de esta vida.

Laura Herranz, Segovia

La Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece como modelos de fe las figuras de dos viudas. Nos las presenta en paralelo: una en el Primer Libro de los Reyes (17, 10-16), la otra en el Evangelio de San Marcos (12, 41-44). Ambas mujeres son muy pobres, y precisamente en tal condición demuestran una gran fe en Dios. La primera aparece en el ciclo de los relatos sobre el profeta Elías, quien, durante un tiempo de carestía, recibe del Señor la orden de ir a la zona de Sidón, por lo tanto fuera de Israel, en territorio pagano. Allí encuentra a esta viuda y le pide agua para beber y un poco de pan. La mujer objeta que sólo le queda un puñado de harina y unas gotas de aceite, pero, puesto que el profeta insiste y le promete que, si le escucha, no faltarán harina y aceite, accede y se ve recompensada. A la segunda viuda, la del Evangelio, la distingue Jesús en el templo de Jerusalén, precisamente junto al tesoro, donde la gente depositaba las ofrendas. Jesús ve que esta mujer pone dos moneditas en el tesoro; entonces llama a los discípulos y explica que su óbolo es más grande que el de los ricos, porque, mientras que estos dan de lo que les sobra, la viuda dio «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 44).

De estos dos episodios bíblicos, sabiamente situados en paralelo, se puede sacar una preciosa enseñanza sobre la fe, que se presenta como la actitud interior de quien construye la propia vida en Dios, sobre su Palabra, y confía totalmente en Él. La condición de viuda, en la antigüedad, constituía de por sí una condición de grave necesidad. Por ello, en la Biblia, las viudas y los huérfanos son personas que Dios cuida de forma especial: han perdido el apoyo terreno, pero Dios sigue siendo su Esposo, su Padre. Sin embargo, la Escritura dice que la condición objetiva de necesidad, en este caso el hecho de ser viuda, no es suficiente: Dios pide siempre nuestra libre adhesión de fe, que se expresa en el amor a Él y al prójimo. Nadie es tan pobre que no pueda dar algo. Y, en efecto, nuestras viudas de hoy demuestran su fe realizando un gesto de caridad: una hacia el profeta y la otra dando una limosna. De este modo demuestran la unidad inseparable entre fe y caridad, así como entre el amor a Dios y el amor al prójimo —como nos recordaba el Evangelio el domingo pasado—. El Papa san León Magno, cuya memoria celebramos ayer, afirma: «Sobre la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad de los dones, sino el peso de los corazones. La viuda del Evangelio depositó en el tesoro del templo dos monedas de poco valor y superó los dones de todos los ricos. Ningún gesto de bondad carece de sentido delante de Dios, ninguna misericordia permanece sin fruto» (Sermo de jejunio dec. mens., 90, 3).

La Virgen María es ejemplo perfecto de quien se entrega totalmente confiando en Dios. Con esta fe ella dijo su «Heme aquí» al Ángel y acogió la voluntad del Señor. Que María nos ayude también a cada uno de nosotros a reforzar la confianza en Dios y en su Palabra. Benedicto XVI

Inaki Martin Errasti, Madrid

Domingo 31 del Tiempo Ordinario, 4 de Noviembre

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser»

En el Evangelio de hoy se presenta de nuevo esa revolución del Amor. Jesús conversa con un escriba que le pregunta por el primero de los mandamientos. Y su respuesta precede, como profecía, el mensaje de la última cena: el mandamiento del Amor.

A veces nos cuesta descubrir qué quiere Dios de nosotros. Nos recreamos constantemente preguntando como Tomás: ¿cuál es el camino? Y olvidamos que la respuesta siempre es el Amor. Que Dios solo quiere un amor humilde que se vea reflejado en Su propio Amor. Jesús solo nos pide un amor concreto, al Señor, a través del prójimo, especialmente de los pobres. Porque, como dice el escriba, eso «vale más que todos los holocaustos y sacrificios».

Y es que, si el AMOR –con mayúsculas– no tiene límite, el camino es amar; con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y nuestro ser… ¡Creed que no necesitamos más que amar a Dios! ¡Ese es el camino! Así que, pedid que crezca en vosotros el deseo de amarlo, amando siempre a quienes tenemos a nuestro lado.

Jorge Fernández, Avila

Domingo 30 del Tiempo Ordinario, 28 de Octubre

Cada día en nuestro caminar, nos vemos en un montón de situaciones en las que es Jesús quién sale a nuestro encuentro.
Pero nosotros no nos damos cuenta.
Por eso tenemos que hacer como el ciego del camino, pedirle que nos quite la ceguera que nos impide encontrarle en cada momento de nuestra vida, pedirle más fe para poder seguirle fielmente, sin ataduras, entregándonos a Él como Él se ha entregado por nosotros; por puro y verdadero amor.
Además el Evangelio nos da la clave para no dudar: tenemos que reconocerle como el Hijo de David, el Hijo de Dios, nuestro salvador. Porque solo así podremos dar nuestra vida por Él, solo así podremos confiar sin dudas, solo así conseguiremos la felicidad verdadera a la que estamos llamados.
Reconocerle como nuestro salvador, es conocer el Camino, la Verdad y la Vida, y como conocedores de misterio tan grande debemos comunicárselo a todos los pueblos, debemos ser evangelizadores allá a donde vayamos para que cada vez más gente se salve y conozca el verdadero alimento que es Cristo resucitado.
Pilar Viñuales Abarca, Madrid